Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad. Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dejaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad. Fuera estaba la Muerte Roja.
                                                                                                                                                                                  
Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad.
Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en todo su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda,en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y purpúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura. Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre.
                                                                                                                                                                                   
Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz ninguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.
También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.
Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.
                                                                                                                                                                                    
Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación y el brillo, lo ilusorio y lo picante…, mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -na han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegría en las salas más distantes.
                                                                                                                                                                                   
Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la ultima campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco. En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño.
                                                                                                                                                                                    
Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta…, y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.
Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión, en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.
¿Quién se ha atrevido…? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitadle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer!
Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.
Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; así que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle.
                                                                                                                                                                                  
Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poco distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible.
Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.
                                                                  Rosa marchita Rosa marchita Rosa marchita Rosa marchita

Nom serviam

La comunidad mexicana de la Santa Orden de San Francisco de Asís estaba a punto de disolverse por culpa de las excentricidades del padre Varrumbroso. La situación era tan grave que el abad convocó de urgencia una junta eclesiástica, mientras los monjes más ágiles y forzudos descolgaban al culpable de toda aquella alteración de la punta del campanario donde, sin que mediara explicación alguna, había amanecido colgado, engarzado por la sotana del pico de hierro que bendecía la veleta.
Tras desayunar a toda prisa, los frailes acudieron en tropel al salón abovedado del consistorio. Antes de ingresar levantaron el capuz que les colgaba de la espalda como arrugada joroba y se cubrieron la cabeza, sumergiendo sus facciones en la sombra. También guardaron las manos bajo la sotana e irrumpieron cabizbajos en el interior del recinto, en actitud de recogida humildad. Cada uno tenía señalado su banco, pero esta vez todos se aglomeraron atropelladamente en las filas delanteras, buscando quedar lo más cerca posible de la tosca mesa de cedro donde se sentaban los frailes más doctos, quienes presidían la asamblea. Era como si tuvieran frío. Y en efecto, hacía mucho frío, aunque se vivía lo más crudo del estío. Sobre Ciudad de México habían comenzado a cernirse las tormentas de polvo levantadas por el viento en los pedregales de sus alrededores resecos. El calor agobiaba, pero el convento de los franciscanos estaba convertido en nevera.
La barba puntiaguda y canosa, que era lo único del rostro del fray Cristóbal que sobresalía de la penumbra del capuchón, tembló de coraje mientras pronunciaba los tres pater noster que daban inicio a esta clase de reuniones. Apenas pronunciado el último amén descargó un fuerte palmetazo sobre la mesa, para significar que había agotado la paciencia. ¡Vamos a tomar una decisión! — exclamó con voz ronca
Era un monje cincuentón. La prolongada estadía al resguardo de los claustros no había desmanchado su cutis curtido por el sol en las jornadas de su antigua vida misionera, ni mellado su ánimo emprendedor y resuelto. Con esta misma disposición ejercía desde hacía muchos años la regencia de la orden, sin esquivar sacrificios ni dificultades. Las de ahora no le arredraban aunque, debía confesarlo, lo traían confundido y habían logrado sacarlo de casillas.
Por mandato suyo, una semana atrás, el convento había sido vuelto al revés palmo a palmo, en busca de sustancias sicotrópicas. Para sus adentros, el padre Varrumbroso siempre había tenido algo de loco. El fulgor verdoso de sus ojos, sus desmedidos ayunos, sus arrobamientos desproporcionados y místicos, francamente no aparecían normales en un simple monje paleto, al que le costaba trabajo aderezar silogismos y razonar con profundidad en materia de patrística. Su increíble habilidad para pintar era otra razón en su contra, pues por lo común el genio es hermano de la demencia. Pero cuando, en medio de lo más frío de la noche, comenzó a caer desde la azotea a la fuente helada, y a amanecer colgado de una cuerda dentro del aljibe, &ay Cristóbal pensó de inmediato en las pócimas enervantes de los bárbaros del Norte, cuyos efectos habían tenido ocasión de comprobar en los tiempos de pacificación del territorio chichimeca.



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Bajo el influjo de tales sustancias un guerrero indio podía saltar desde el suelo hasta el techo de una carreta, arrancar de un hachazo el cuero cabelludo a un cristiano y desaparecer sin que los pistoletazos disparados a quemarropa pudieran detenerlo. Era posible que el padre Varrumbroso hubiera trabado conexión con alguien que le estuviese suministrando esta clase de yerbas, y que en busca de inspiración las estuviese consumiendo. Por eso, la mañana que un alocado repicar despertó sobresaltada a la comunidad, y al correr a la capilla lo hallaron amarrado del badajo de la campana mayor, batiendo con su propia cabeza la mole de bronce, ordenó inspeccionar palmo a palmo  cada celda, cada baúl, cada bolsillo de sotana, cada nicho, cada alacena, cada vasija de barro, cada matera, pues en alguna parte debían hallarse las sustancias que el padre Varrumbroso estaba ingiriendo. Pero no se halló nada. Y ahora el monje estaba siendo descolgado de la punta del campanario, donde había amanecido encaramado por arte de birlibirloque. Peor aún, una teoría siniestra había comenzado a circular entre la comunidad, en oposición a su idea de los sicotrópicos.
Resonaban aún en el ámbito del salón los ecos del palmetazo descargado sobre la mesa de cedro, cuando el adusto y fanático padre Belarmino del Sudario de Cristo, el más letrado de los monjes que presidían la asamblea, se revolvió inquieto en su silla, y sin pedir la venia del superior soltó lo que ya tenía fuerza de convicción para la mayoría de los presentes.
No le busque más patas al gato, padre Cristóbal dijo con su voz de mirlo —. El problema al que nos enfrentamos no es un asunto mundano.
Un murmullo aprobatorio se levantó de la concurrencia. Arriba, en las cornisas de las ventanas ojivales por donde entraba una luz mortecina, las ateridas palomas agacharon el pico, como pendientes de lo que acababa de anunciarse. Fray Cristóbal acusó la falta de respeto de su subalterno, al hablar sin pedir autorización, pero optó por sentarse y seguir el ejemplo de Job.
Prosiga, prosiga, padre Belarmino dijo en voz baja, que acusaba cansancio.
El rebelde no se hizo esperar:
— Lo he dicho y lo repito una y mil veces: ! Esto es cosa del Diablo!
La declaración arrancó un espantoso murmurio. Las palomas, batiendo sus alas, estuvieron a punto de echarse a volar. Fray Cristóbal no pudo contenerse. ! Pamplinas! reventó desafiando la ingenuidad. general . ¡Qué Diablo ni qué ocho cuartos! Pero Fray Belarmino del Sudario de Cristo, en lugar de arredrarse, dio rienda suelta a sus resentimientos.
Si aquí se me hubiera hecho caso, la comunidad de la Santa Orden de San Francisco de Asís ya estaría enterada de lo que se nos vino encima, y no divagando en busca de brebajes y bebedizos masculló con la boca arrugada, apagando sin control uno de los ojos . Al menos si se hubieran escuchado los testimonios de fray Patricio y fray Anselmo…
— ;Que se les escuche! ¡Que se les escuche! rompió a gritar la asamblea.
Ahora el viejo y veterano abad supo que enfrentaba una insurrección. Donde no lograra capearla, el asunto iría a parar a manos del obispo Fonseca, un prelado no muy amigo de la comunidad franciscana.
                                                                                                                                                                                          
Hermanos suplicó en tono conciliatorio — : seamos razonables. Pintar con esos colores un simple caso de locura atraerá el escándalo sobre nuestra orden. Se dirá que la impiedad de los hermanos de Francisco abrió las puertas a Satán, en su propio cuartel.
Otro de los monjes que compartía la mesa de los doctos, fray Cupertino de los Ángeles, interpuso su voz:
— Eso es absolutamente cierto, la ropa sucia se lava en casa, y ¡zape! del que abra la boca allá afuera. Pero escuchémosles, padre Cristóbal, que a mí ya me escuece el orto. Cupertino era un monje viejo, sabio, piadoso y un poco grosero. El abad, que a fuerza de vivir desatando cuestiones de la más diversa índole conocía algo de política, decidió que era mejor cederle a él que al sublevado Belarmino.
Está bien, vamos a oírlos — dijo complaciendo su solicitud . Pero debo recordarles que con fray Varrumbroso siempre ha ocurrido igual. Cada vez que se le encomienda una nueva pintura comienzan sus arrobamientos, sus penitencias exageradas, sus flagelaciones. Es la única manera como puede inspirarse y realizar sus dibujos, muy bellos por cierto.
— Pero jamás ocurrieron tantas anormalidades reclamó Belarmino del Sudario de Cristo.
Porque ahora le ha dado por inspirarse de otra manera volvió a insistir fray Cristóbal.
Antes de que un nuevo duelo verbal volviera a entablarse, el grito de un azuzador agazapado bajo su capucha repitió la exigencia:
~Que se les escuche!
Otras voces lo apoyaron:
- Que se les escuche! ¡Que se les escuche!
Verdaderamente el Diablo ronda la comunidad de San Francisco de Asís, pensó el azorado superior, mientras levantaba las manos para imponer orden y silencio, antes de llamar al primer testigo. Padre Anselmo de la Cruz Bendita, lo escuchamos dijo con severidad.
Un hábito que no parecía contener nada adentro se puso de pie con notable irresolución, en medio de la multitud sombría que se apeñuscaba en los bancos. Del fondo del capuchón brotó una voz grave y cansada. Sólo a fuerza de mirar hacia las profundidades de donde emergía los concurrentes pudieron distinguir los reflejos apagados de un rostro saturnino.
                                                                                                                                                                                 
Padre Cristóbal-apeló aquella voz antes que todo, sea que me crea o no su reverencia, lo único que anhelo pedirle es que me cambie de celda… ¡Cíñase a su testimonio!- reprendió el abad.
Hace más o menos dos meses — contó entonces el monje mi vecino el padre Varrumbroso empezó el óleo de San Miguel…
San Miguel Arcángel corrigió el fanático Belarmino del Sudario de Cristo, que en materia de rangos de la corte celestial no admitía equivocación alguna.
— San Miguel Arcángel subrayó el interpelado, y prosiguió : Yo mismo le ayudé a templar y a engomar el lienzo, y luego a meter el bastidor en su celda, pues el padre Varrumbroso, como todos sabemos, sólo dibuja en absoluto aislamiento. Un día después tuve oportunidad de ver lo primero que había delineado, que es la figura de Luzbel, cuyo cuerpo retorcido ocupa toda la parte inferior del retablo. Si en algo busca recrearse el padre Varrumbroso es en la exposición exquisita de todas las asquerosidades del Maligno. Todavía sin colores, aquella imagen infundía miedo. Hallé al padre Varrumbroso feliz, preparando los colores y sobando sus pinceles, para suavizarlos.
Hasta aquí, el testimonio del monje coincidía con la idea que todos tenían del arte pictórico d.el padre Varrumbroso. Las legiones infernales, con todas sus grandiosas y tenebrosas deformaciones, eran el gran tema de su obra. Había adquirido tal dominio y perfección del asunto que la fama de sus cuadros trascendía más allá de México. En presencia de los demonios pintados en sus lienzos vacilaba cualquier humana entereza: los niños rompían a llorar, los caballeros pensaban en la inutilidad de las vanidades humanas, las damas experimentaban vahídos. Más de una mujer encinta había sido acometida de parto precoz después de contemplar las criaturas de Varrumbroso. pues ni más ni menos parecían retorcerse con un ligero pandear de anillos metálicos, emanar vapores sulfurosos y desprender agresivos reflejos de sus móviles escamas, como si acecharan al pobre e indefenso cristiano que las observaba. Pues bien continuó fray Anselmo de la Cruz Bendita : tan pronto el padre Varrumbroso empezó a colorear la figura de Luzbel unos golpes secos y apagados comenzaron a oírse en su cuarto. A través de la tapia que separa su celda de la mía di en escuchar risas maliciosas, quejidos y toda suerte de obscenidades, como si el lugar se hubiera convertido en una inmunda taberna. Los ayes y lamentos correspondían a la voz de mi vecino, los desenfrenos y blasfemias a una multitud de extrañas gargantas que emitían desde cantos de grillos hasta silbidos de culebras. Aquella noche no pude dormir, de modo que tan pronto tocaron a maitines salí de la celda y llamé a la puerta de Varrumbroso. Abrió él mismo, pero me señaló de inmediato que guardara silencio. Su estado era lamentable. Como si una gavilla de bandidos lo hubiera azotado durante toda la noche, tenía los ojos amoratados, la boca reventada y sangrante, la nariz hecha añicos. Mas no parecía dolido de ello, sino de que sus colores hubieran sido desparramados y revueltos, y su lienzo emborronado por completo, de la manera más grosera que nadie pueda imaginar. ¿Qué habían hecho al lienzo? preguntó con visible interés fray Cristóbal. El monje se puso a temblar, como acometido por un acceso de fiebres.
                                                                                                                                                                                  
-Señor, habían dejado sobre él unos dibujos de morbosidad indescriptible.
La asamblea se dejó transportar a las indecentes emborronaduras del Diablo. Algunos monjes alcanzaron a imaginar mujeres desnudas. Fray Cristóbal los interrumpió enérgicamente: ¿por qué no comunicaste eso a tu superior?
— Señor, el padre Varrumbroso no me lo permitió.
Belarmino del Sudario de Cristo salió en auxilio del asediado declarante, preguntando algo que puso a todos los pelos de punta. ¿A qué olía la habitación, fray Anselmo? ¡Oh! gimió el fraile . Aquello era insoportable. Ese olor nauseabundo lo impregnaba todo.Los colores de la paleta habían sido revueltos con excrementos, las paredes estaban repletas de palabras ofensivas, escritas con la misma sustancia.
El alboroto que se levantó del auditorio, semejante al hervor de una marmita de aceite caliente, desterró por el momento cualquier asomo de compostura en la sala. El cocinero, un mofletudo y barrigón hermano lego, comenzó a recitar una letanía obsesiva que acabó sobreponiéndose al desorden y acaparando la atención general:
— Ahora me explico la cecina engusanada, la ranciedad del tocino, la leche cortada, el queso podrido, las moscas… ;Silencio. lo detuvo fray Cristóbal.
No podía permitir que la asamblea se le saliera de las manos, pero, por primera vez en la vida, comenzó a sentirse desarmado.
Continúe, fray Anselmo… Todas las noches se escuchaba una paliza igual, y todas las mañanas encontré al padre Varrumbroso peor. Unas veces le habían arañado el cuerpo con una penca de nopal, otras le habían embadurnado el rostro con heces, otras tenía centenares de espinas clavadas en la cabeza. Pero lo peor eran las letanías sacrílegas que se cantaban a su alrededor mientras intentaba pintar, y que yo escuchaba a través de la tapia. Vuelvo a repetirte: ¿por qué no informaste de esto a tu superior? interrumpió una vez más el abad, reiterando la eterna advertencia de anteponer los intereses de la comunidad a cualquier cosa.
El padre Anselmo, en lugar de responder, abatió la cabeza y rompió a llorar como un niño. El avisado Belarmino del Sudario de Cristo se acercó al oído de fray Cristóbal, para cuchichearle: Tú también sabías eso. ¿Para qué atormentarlo? Puede sentarse ordenó el superior, en tono muy seco.
El declarante se dejó caer sobre el banco. Desde allá, en un estadillo semejante a un estornudo, declaró:


                                                                                                                                                                                 


Hermanos, les advierto: ~el Diablo no quiere que lo pinten!
Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. Más de un minuto demoró en oírse la voz del padre Cristóbal.
Fray Patricio de la Santísima Trinidad: -lo escuchamos!
Quien ahora se puso de pie respondiendo al llamado era un cura achaparrado, de aspecto vinagroso, cansino, que no denotaba en lo poco que se veía de su rostro ningún interés por las cosas de este mundo, ni del otro. Habló escuetamente:
No tengo mayor cosa qué agregar a lo dicho por fray Anselmo, sólo que cuando al fin los malditos forasteros dejan alguna noche de meter ese ruido infernal, es para sacarlo a pasear, arrastrarlo por el huerto, tirarlo a la fuente helada o colgarlo del campanario, como lo han hecho esta madrugada. En mi celda tampoco se puede dormir, estimados hermanos. Prefiero que me den por cama la cochera.
Este nuevo testimonio puso las peras a cuatro al padre superior. Aunque todavía nadie era capaz de sacarle de la cabeza que se trataba de un vulgar caso de alucinógenos, refutar lo que se había vuelto una creencia arraigada le pareció misión imposible. Lo más grave era que debía hablar. El auditorio se fue quedando en silencio, a la espera de su fallo. Una pesantez agobiante invadió el viejo corazón del atribulado religioso.
De repente, las palomas encaramadas en las ventanas del consistorio volaron todas a un tiempo, sembrando el salón de sonoros aletazos y derramando polvo y plumones sobre las cabezas de los frailes. Todas las caras se volvieron espantadas hacia arriba, buscando una explicación apurada al suceso. Para sorpresa general, en una de las ventanas asomaba una cabeza. Varios novicios estuvieron a punto de desmayarse.
¡Padre Cristóbal! llamó el encumbrado aparecido : –¡Venga usted de inmediato al pie del campanario!
                                                                                                                                                                                   
 
Los religiosos reconocieron en aquella voz al hermano Rigoberto, uno de los que había ido a descolgar al padre Varrumbroso de la punta del campanario. A través de los contrafuertes que aseguraban los muros del convento, saltando de tejado en tejado, había llegado hasta allí. A su llamado, sin esperar indicación alguna del director, los monjes se levantaron en bochornoso desorden, tumbaron los bancos y se precipitaron hacia la salida, atropellándose unos a otros. Los doctos de la mesa directiva, con idénticos modales, se fueron tras ellos. Fray Cristóbal quedó solo. La situación, en su conjunto, le pareció un verdadero desastre. Por primera vez, desde cuando asumió la conducción de la orden, la disciplina de sus subalternos estaba hecha añicos. Aquella asamblea había sido una prueba palpable del deterioro reinante. Pero lo que más le conturbaba era la manera como se discutía ahora. Todo un foro mundano. Ni un solo entinema, ni un sorites, ni un silogismo bien redondeado. Aparte d.e los tres pater noster del comienzo, ni una palabra en latín. La lengua sagrada había quedado de lado. Cuán ausentes habían estado los nequáquam, los do ut des, los absit. Definitivamente, aquí estaba el Diablo.
Encolerizado, pues, contra su gente, el viejo abad se dirigió a paso lento hacia el campanario, oyendo el chacoleteo de sus sandalias en los corredores desiertos. Pero antes de que hubiera desembocado en el patio central vio retornar la turba de sus díscolos monjes, que huían como un ejército a la desbandada. Unos juntaban las manos y elevaban los ojos al cielo, otros temblaban aferrados a las cuentas de sus camándulas. La mayoría cayó de rodillas a sus pies.
-¡Sálvenos, padre Cristóbal! chillaban como ratones apaleados.
Alarmado por este súbito terror colectivo, el abad apuró sus pasos y atravesó el enorme patio sembrado de jardines y frutales, rebasó el albo hastial de la enorme capilla y alcanzó el campanario, donde la comisión de rescate y algunos frailes viejos y avezados, rodeaban la humanidad inerte del padre Varrumbroso, recién descolgado de la torre. En la cara de todos estaban pintados el desconcierto y el miedo. Fray Cristóbal metió temeroso la cabeza dentro del ruedo y observó el cuerpo del cura pintor, que se retorcía inconsciente en el suelo, En un comienzo lo creyó ébrio. Pero en seguida su atención fue acaparada por una delgada serpiente luminosa que hacía cabriolas en su pecho descubierto. Se agachó, apagando los ojos para ver mejor. Un grito de espanto escapó involuntariamente de su boca. Lo que danzaba sobre el pecho lampiño de fray Varrumbroso era una palabra en letras de fuego. Léala al revés dijo alguien.
No le costó trabajo hacerlo. El anagrama rezaba: NOM SERVIAM. jNada menos que la marca del Diablo!

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Abrumado por la evidencia de un ataque diabólico en el propio claustro del convento, Fray Cristóbal se derrumbó exhausto, aceptando con amargura que se había equivocado por completo. Por primera vez sus oponentes tenían razón y le habían vencido en franca lid. Lo peor de todo era que tendría que recurrir a la autorización del obispo Fonseca para realizar un exorcismo, lo cual equivalía ni más ni menos a ponerse en manos de un enemigo jurado de la colectividad franciscana. Más catastrófico aún: debía ordenar la destrucción del infame lienzo que había originado la intromisión de Satán. Con ello, el convento perdería una imprescindible fuente de ingresos.
El cuadro de San Miguel Arcángel había sido encargado por dos generosos benefactores de la orden, don Alfonso Meléndez y su esposa Agustina. Una parte de las rentas de esta acaudalada pareja, que no tenía hijos, alimentaba mensualmente las arcas de la comunidad. Por mandato testamentario estaba ordenado que a su muerte toda la fortuna de los cónyuges sería heredada por los hijos mexicanos del santo de Asís, del cual eran insobornablemente devotos. Pero también eran devotos del arcángel Miguel, a quien habían decidido erigir una capilla, para cuyo altar solicitaron un óleo de fray Varrumbroso, reputado sin lugar a dudas como el más inspirado pintor religioso. El abad aceptó gustoso el pedido y encareció al pintor el más dantesco de sus henzos, pues aparte del supremo interés de complacer a los generosos benefactores sabía que a la bendición de la capilla de San Miguel Arcángel acudiría lo más granado de México, encabezado por el propio virrey.
Una sombría procesión de monjes encapuchados, armados de cirios y entonando el miserere, condujo al poseso hacia el interior del convento. Al pasar frente a su celda, fray Cristóbal detuvo el cortejo y solicitó abrir la puerta. Hisopo en mano,se disponía a regar con agua bendita lo que se  había convertido en madriguera del averno. Y en efecto, al girar sobre sus bisagras la hoja de tabla sin cepillar que servía de puerta, una tufarada sofocante emergió del pequeño aposento. Algunos frailes retrocedieron espantados, pero el abad dio un paso al frente y alzó el aspersor. Un desorden de pinceles, colores, paletas, trapos embadurnados, trementinas y aceites, formando un lío indescriptible, se agolpaba alrededor de un caballete, del que pendía un lienzo igualmente emborronado y confuso. Al fondo, el bulto de una oscura masa membranosa pareció recogerse, pero fray Cristóbal no alcanzó a reparar en ella, porque una cara amistosa y sonriente, tiznada por la barba rala de unos días, y taladrada por dos profundas ojeras donde nadaban unos ojos afectuosos, se interpuso. Tardó unos segundos en reconocerla, y al descubrir de quién se trataba estuvo a punto de gritar nuevamente y echarse a correr. ¡Era Varrumbroso! Con ligereza de gato había escapado de las manos de quienes lo cargaban y había entrado a su celda.
                                                                                                                                                                                    
— No, padre santo imploró en tono de respeto y vehemencia . No hace falta exorcizar este lienzo. Ya he podido empezar a pintarlo, sujetando al de abajo.
Se hizo a un lado e indicó a los monjes agolpados en la puerta un detalle de la enmarañada pintura. Efectivamente, sobre la masa informe de un demonio monstruoso, apenas pergeñado, sobresalía claramente un pie lleno de luz. El pie del arcángel Miguel que lo sujetaba. Tendrá que estarse quieto agregó . No se preocupen. Y sin más ceremonia cerró la puerta y corrió el pasador.
A merced de semejantes acontecimientos, que cargaban con él como la corriente d.e un río impetuoso carga con un pobre leño, fray Cristóbal no tuvo más remedio que declarar la guerra contra Satán. La estrategia de esta contienda consistía en ayudar al padre Varrumbroso a concluir su obra, paralizando la ira del malvado emisario. El convento fue declarado en alarma espiritual, los himnos, los hosannas, los misereres, los Te Deum, las jaculatorias, las letanías y toda suerte de oraciones y rituales, que sólo durante las celebraciones de la semana mayor eran puestos en escena, fueron utilizados ahora como artillería pesada para inmovilizar al hijo de las tinieblas. Todo el claustro rezumaba el acre olor de la cera quemada, del incienso y del miedo. Pero aunque los frailes temían, un sentimiento de unidad y solidaridad les infundía valor. Todos habían hecho suya la causa del padre Varrumbroso. La mayor desazón provenía de la desgracia de no saber lo que estaba ocurriendo en su celda. Dos veces al día se le introducía un plato de comida por la rendija inferior, pero había sido terminantemente prohibido tocar o llamarlo, y nadie era tan osado para interrumpir por su cuenta la intimidad del pintor y su demonio.
En realidad, Varrumbroso se divertía de lo lindo. Durante tres días continuos coloreó en medio de una paz seráfica y sin ninguna interrupción el más abominable de los diablos que mente alguna pudiera imaginar. El propio Belcebú en persona le servía de modelo, pues tras haberse ideado el artificio de sujetarlo en el lienzo bajo el pie del arcángel, el maldito le estaba sujeto, y cada vez que lo necesitaba para perfeccionar alguno de los innumerables detalles de sus infinitas horruras le bastaba invocarlo. Echado en el fondo de la celda, posaba escatológico y humeante, bien que contra su voluntad. De cuando en cuando, verde de tanta humillación y vergüenza, estremecía con sus rugidos el convento. Entonces los himnos se helaban en la garganta de los monjes cantores, el coro enmudecía, las venas del cerebro se hinchaban, se encalabrinaban los sesos y sobrevenía una espantosa jaqueca. Muchas manzanas a la redonda los vecinos del convento tenían que taparse las orejas cada vez que oían aquellos alaridos, que achacaban al fastidioso retronar de las tormentas de polvo cebadas por el viento en el valle desértico. Pero, en su celda, fray Varrumbroso se hallaba tan inspirado y lejano que ninguna de estas molestias le causaba enojo ni le alteraba el pulso. Tanta felicidad sólo duró escasos tres días, pues tan pronto su pincel comenzó a colorear la espada flamígera que en manos de San Miguel hendía los pechos abultados de la bestia, el engendro lanzó tal alarido que algunos de los vitrales de la capilla saltaron hechos añicos. La misma mano segura de fray Varrumbroso tembló. El vientre de Luzbel reventó, y de la masa informe de sus vísceras surgió uno de sus subalternos, un diablillo segundón apodado El Lobo Maldito, quien avanzó sobre el pintor caminando en un trío de pezuñas y le arrojó a los ojos un polvo corrosivo. Totalmente ciego, Varrumbroso abandonó la celda y ambuló por pasillos y escaleras, hasta tropezar con las puertas del refectorio, donde la frailería, con menguado apetito, cenaba. Todos se precipitaron hacia él, pero ni las rogativas elevadas a Santa Lucía, ni los colirios y emolientes con que le lavaron los ojos, le devolvieron la vista.



                                                                                                                                                                                  


Comenzó así un nuevo y doloroso interregno para la comunidad, pues si bien los olores nauseabundos que atosigaban los claustros, los aullidos horrísonos y todas las demás manifestaciones que delataban la cercanía del infierno se atemperaron un poco, el tiempo para cumplir el encargo de la pintura tocaba a su fin. Con enorme congoja, luego de armarse de mucha entereza para empujar la puerta de la celda del pintor y atisbar el lienzo, fray Cristóbal confirmó que se trataba de la más impresionante y hermosa pintura que jamás se hubiera concebido. Era difícil creer que un simple talento humano tuviera el don de exponer la naturaleza de Luzbel en forma tan convincente. Un involuntario impulso de correr asaltaba al observador más resuelto. Sin embargo, la cara de San Miguel estaba aún sin colorear, en tanto que otros detalles evidentes, como los anillos que la cola del demonio formaba alrededor de sus propias caderas, seguían inconclusos. En semejante estado la pintura no podía ser entregada. Esto era la catástrofe, pues la inauguración de la capilla del arcángel se venía encima.
Mientras corrían las pesadas horas de aquel tiempo muerto, la comunidad se entregó entristecida a los rezos más melancólicos. La anterior combatividad con que la presencia de Luzbel había sido encarada fue sustituida por una apagada congoja. Fray Varrumbroso, apesadumbrado por la situación, buscó refugio en el oratorio. Allí descubrió, con apocada alegría, que le era posible leer su breviario y vislumbrar la dorada luz que coronaba el altar. En cualquier otro lugar del convento, no obstante, su vida era sólo tinieblas. Unos días antes de cumplirse el plazo definitivo para la entrega del cuadro el padre abad mintió por primera vez en su vida. Los esposos Meléndez querían tener el privilegio de contemplar anticipadamente la obra y anunciaron una visita al convento. Fray Cristóbal se vio en la obligación de defraudarlos, respondiéndoles que no convendría distraer la concentración del pintor, aunque les garantizaba de antemano que aquel San Miguel superaría con creces toda piadosa expectativa. La carcoma que la mentirilla sembró en su alma le llevó a concebir la desesperada idea de encomendar a cualesquiera de sus subalternos la terminación del óleo, pero aunque algunos tenían rudimentos de dibujo, y se ofrecieron gustosos a concluir el rostro del arcángel, ninguno aceptó tocar ni siquiera con la punta de una cerda el rabo del Diablo.



                                                                                                                                                                                  

En medio de tanta tensión, y cuando sólo faltaban tres días, el padre Varrumbroso despertó una mañana repentinamente vidente. El acontecimiento produjo una explosión de loca alegría en la comunidad, que lo acompañó hasta la puerta del cuarto y lo dejó otra vez encerrado allí. Al punto, también, la cercanía de las fuerzas infernales se hizo sentir. Las misteriosas nubes de polvo que habían opacado el sol volvieron a levantarse, el frío se apoderó del convento, los tremores, los olores nauseabundos, la descomposición anticipada de los alimentos y muchos otros indicios asomaron por doquier. Esta vez, sin embargo, fray Cristóbal y sus monjes estaban preparados y respondieron con salvas cerradas de rogativas, responsos y cantos litúrgicos. Y mientras más fuerte rugía Satanás, y mientras más violentos eran sus sacudimientos, más altas y agudas eran las notas que salían de las gargantas de los combatientes.
Toda aquella demencia alcanzó su punto máximo cuando Varrumbroso magnificó en grado nunca visto la gracia del arcángel, rodeándolo de una aureola luminosa que escapaba del lienzo y trascendía al ambiente, mientras abatía, humillaba y degeneraba hasta la locura a Satán, haciéndolo insoportablemente feo. Entonces el pobre vilipendiado, que no podía continuar soportando semejante ultraje, pero que no podía remediarlo por estar apisonado por el seráfico pie, desgarró en medio de insoportables aullidos de dolor y soberbia sus entrañas, y parió media docena de pequeñas yarritrancas, demonios menores encargados de martirizar con pinzas al rojo a los desafortunados que caen en sus manos. Sulfurientas, arrancando chispas al caminar sobre las losas del piso, avanzaron hacia el pintor e hincaron las tenazas en sus carnes.Más insufribles que los escalofriantes rugidos de Satán fueron para los frailes los lamentos de su compañero, que pese al tormento continuó esparciendo los óleos. En los siguientes dos días el cabello de varios de los miembros más jóvenes de la comunidad encaneció por completo. Hasta la panza más abultada aflojó y disminuyó de volumen. Y como la penitencia impuesta por el abad, sumada al encierro permanente en la helada capilla, no permitía a los monjes ocuparse del profano asunto de la alimentación, el hambre, mezclada con la angustia y el terror, devino en la locura irrefrenable de varios hermanos, a tiempo que otros comenzaron a presentar síntomas inequívocos de claustrofobia y neurosis. Fray Cristóbal comprendió que la resistencia de su comunidad se quebraba y resolvió cambiar la táctica, ordenando a sus hijos encaminarse en grupos cerrados hacia el refectorio.


                                                                                                                                                                                    


Por el camino, el hermano cocinero se acercó para susurrarle al oído que no tenía ningún alimento preparado y que dudaba que alguno se conservara en buen estado. Pero el abad lo tranquilizó, haciéndole saber qué alimento no dañaba el Diablo. Después, cuando todos los monjes habían ocupado sus mesas, se volvió al padre Belarmino del Sudario de Cristo, con quien mantenía muy buenas migas en los últimos días, y le comentó divertido, al tiempo que se frotaba las manos:
-¡Qué frío, padre Belarmino! –El infierno es helado!
Y luego, con voz altiva y cantante: ¡Cocinero!: ¡sirva una barrica de Priorato de
Málaga! Al abrigo del dulce zumo celestial, la comunidad batalló el ultimo tramo de aquella difícil jornada. Los rezos, que habían comenzado a tornarse informes, fueron trocados por potentes y abaritonados cantos gregorianos, en cuyo cálido eco Varrumbroso encontró aliento para concluir y rubricar su obra, cuando ya las garritrancas le habían arrancado por completo el cuero cabelludo y comenzaban a hurgarle las fisuras del cráneo con espinas de nopal. Su pertinacia las sacó definitivamente de quicio. Encolerizadas, le descargaron primero una serie de violentos tramacazos en la raíz de la nuca, y luego lo arrastraron celda afuera. En el pasillo lo estrellaron contra las columnas y los guardacantones, antes de comenzar a subir y bajar febrilmente las escaleras llevándolo a rastras, haciendo trompicar y rebotar su cabeza en el filo de los peldaños. Varrumbroso supo que iba a morir y sonrió. Su cuadro estaba terminado. El canto alegre y confiado de sus cofrades, que le llegaba desde alguna parte del convento, confirmaba su victoria.
                                                                                                                                                                                    
Ninguno de los monjes se percató del final. Sus cantares, acrecentados por el generoso vigor de la vid fermentada, superaban cualquier ruido sobrenatural. Cuatro barricas de Priorato mantuvieron en alto el espíritu. Sólo al amanecer aflojaron, cuando una terrible jaqueca les hizo insoportables sus propias oraciones. Entonces se percataron de que reinaba un profundo silencio en el claustro. Se arrastraron y hallaron el cadáver del padre Varrumbroso en la puerta misma del refectorio, donde lo habían tirado sus verdugos. Fray Cristóbal y otros tantos valientes dirigieron las sandalias hacia la celda del infortunado y contemplaron boquiabiertos, a través de la puerta entreabierta, el más impresionante y perfecto lienzo que pintor humano alguno hubiera dibujado. En silencio se postraron y elevaron una inconexa y un tanto achispada oración, por la eterna gloria del autor. Después entraron al cuarto y se echaron al hombro el enorme bastidor, pues la hora de entregarlo en la capilla de su seráfico dueño estaba sonando.
La solemne bendición de la capilla de San Miguel Arcángel resultó una ceremonia grandiosa. Los esposos Meléndez, el virrey, el obispo, el cabildo eclesiástico, los miembros de la Audiencia, la curia, la soldadesca, la plebe, todo el mundo sin excepción, admiró sobrecogido la imagen del ángel victorioso y el Diablo derrotado que los franciscanos trajeron a cuestas. Hubo susto, hubo admiración, estupefacción y uno que otro patatús epiléptico. Hubo también derroche de pólvora, incienso, latín y oropel religioso. Pero en medio de todo el obispo Fonseca, que felicitó uno a uno a los miembros de la comunidad franciscana, tuvo nariz suficiente para percibir el tufo acentuado que los acompañaba. Su cara de vieja avinagrada estaba cada vez más severa. Todos aquellos malos frailes la habían pasado bebiendo, así lo indicaban sus ojos hinchados de venas y sus evidentes resacas. De modo que al regreso, en el interior de la carroza donde en compañía del virrey salió del lugar, comentó a éste con enfado: Muy bueno el cuadro, pero vamos a tener que sancionar a estos malditos franciscanos. El virrey abrió la boca, asombrado. -¿Sancionarlos, vuesa reverencia? ¿Y eso a causa de qué?
— A causa de que empinan demasiado el codo dijo el jerarca. Y remangó la nariz, todavía atosigado del tufo del Priorato.




                                                                                Ángel Ángel Ángel Ángel

Un conjuro de Jesusa Urubú


A Ouro Preto, cuando Ouro Preto era todavía el primer emporio aurífero del planeta, llegó un tahúr que se hacía llamar Telmo Brilhante. Era un hombre joven de mirada de lince, tan rápido con los dedos que hubiera podido ser mago. Se registró en un mesón, entregó el caballo en la cuadra y buscó con afán un garito llamado La mesa del diablo, pues había venido a trabajar. Ouro Preto, como toda morada de ricos mineros, era meca de los más avezados tahúres. Pero la suerte, en lugar de sentarse del lado de Telmo Brilhante, se le sentó al frente.
Se dice que cuando a uno lo enfrenta la suerte la lleva perdida. Unas noches después, con los dedos teñidos en tinta de sotas y bastos, nuestro hombre certificó con cautela y terror que su bolsa había adelgazado tanto que no le restaba más opción que jugarla completa. Un mal juego lo empujaría de inmediato a la terrible necesidad de apostar su pistola, apostar su caballo o apostarse a sí mismo. En caso de jugar su persona corría el riesgo de pasar el resto de la vida como esclavo en una mina, pero si perdía el caballo o la pistola, a la hora de huir o defenderse no tendría cómo hacerlo. Así que optó por lo primero, y comenzó a perderse a sí mismo.


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Digamos también que desde su llegada Telmo Brilhante había comenzado a jugar otro juego. Una mañana, cuando regresaba al hospedaje después de una noche de muy malas cartas, había tropezado en el atajo de una calle desierta con una dama elegante, quien en compañía de sus criadas acudía a misa. Ella reparó en la desolación pintada en su cara; él, en sus aretes de oro macizo. Fue lo que se dice siempre de este tipo de encuentros, un amor a primera vista. Esa misma mañana, en lugar de irse a dormir, el jugador averiguó cómo se llamaba.y dónde vivía. Antes del mediodía sobornó a una de las criadas para hacerle llegar una esquela: le pedía una cita, en cualquier parte del villorrio y a cualquier hora. No se la contestaron. La segunda la escribió promediando la tarde, amenazando presentarse en persona, Tampoco fue respondida. La tercera hablaba de matarse. Hacia el anochecer, cuando volvía al garito, llegó la respuesta: el encuentro tendría lugar a la hora del alba, en una plaza desierta. Joana Dorotea do Pesaro, que así se llamaba la dama, había reparado en el forastero a causa de su propia soledad. Estaba casada con un minero que se pasaba el día en el yurimpo poseído por la fiebre de la mina, y la noche en las mesas del garito, poseído por la fiebre del juego. En realidad, se sentía más soltera que casada, y suspiraba de amor. El día de la cita se derritió como azúcar mojada en los brazos de Telmo, al siguiente lo dejó entrar en su casa, donde en la intimidad y el secreto tuvo lugar un romance apurado que acabó abruptamente cuando Joana certificó que el ardoroso amante se había robado los contos de oro de su esposo.
                                                                                                                                                                                
En aquellos momentos, Telmo jugaba su más apurada partida, y no le era posible perder. Sus adversarios en la mesa le tenían tomadas firmas y escrituras que lo convertían en prisionero y esclavo de no responder por las cantidades apostadas. Mientras él jugaba, la dama engañada creyó enloquecer. Sabía que su marido la mataría sin apelación tan pronto descubriera el faltante, pues esa era la prueba palpable de su infidelidad, pero todos los riesgos a que se expuso para concretar una cita con el fullero resultaron inútiles. La misiva que le escribió de su puño y letra prometiéndole convertirse eternamente en su esclava a cambio de los contos robados no obtuvo respuesta, la amenaza de suicidarse, tampoco, el pañuelo empapado en lágrimas que envió con una de las criadas, mucho menos. Por último, decidió acudir en persona, y se echó llorando a los pies del bandido en las puertas del garito. Ahora el tunante no podía ignorarla, de modo que la tomó del blusón, la zarandeó por el aire y le advirtió que a la siguiente molestia haría pública presentación del affaire. Joana Dorotea volvió a casa humillada y vencida. Fue entonces cuando sus criadas le sugirieron acudir a Jesusa Urubú, una mae de santo que tenía el poder de invocar los portentos del África.


                                                                                                                                                                                


Se creía a Jesusa Urubú muerta desde hacía muchísimo tiempo. Los últimos visitantes del socavón abandonado que tenía por morada informaron que la célebre maga era un simple arrume de ceniza. Sólo alguien muy trastornado podía ir en su búsqueda a un lugar como aquel, pero.Joana Dorotea lo hizo. Se alumbró el camino con una vacilante bujía encendida, penetró hasta el fondo mismo de la cueva y con voz alterada invocó los poderes de la mae de santo ante una pequeña prominencia emborronada de sombras. A la solicitud añadió el correspondiente conjuro. Nadie respondió sus plegarias.Rato después, cuando la bujía comenzó a lanzar parpadeos agónicos, Joana comprendió que estaba irremediablemente perdida, y se dispuso a marcharse. Fue un innato impulso de curiosidad lo que a ultima hora la llevó a alumbrar el. rincón donde se hallaba el pequeño bulto al que había estado hablando. Aquello, en efecto, era Jesusa Urubú. Bajo la mata de una cenicienta cabellera que descendía hasta el suelo se intuía un confuso remanso de arrugas danzando alrededor de unos ojos. Joana retrocedió, ansiosa de abandonar el lugar, pero antes de volverse pudo ver que la tierra se hundía debajo de la maga y su pequeño y recogido cuerpo desaparecía en las profundidades. En el lugar donde se hallaba acuclillada un momento antes quedó abierto un hueco. La mujer intuyó que aquello tenía algo que ver con sus solicitudes, y asomó la cabeza.


                                                                                                                                                                                 


Parecía un agujero sin fin, un viento suave y cálido soplaba desde su interior. Dejó caer adentro la bujía que ya le quemaba las manos y observó la luz de la llama perderse en un insondable agujero. Durante algunos segundos la oscuridad la envolvió por completo. Dio un paso atrás, quizá dos, sus pies se pegaron del suelo. La bujía estaba emergiendo desde las profundidades en alas de millones de insectos que subían por el hueco. Eran olas tornasoladas que despedían sorprendentes reflejos. Joana Dorotea reconoció la langosta, esa especie de saltamontes enorme del que hablaban los navegantes portugueses. La langosta, que nunca había logrado saltar el Atlántico, estaba llegando desde el África a través de un túnel abierto por el conjuro de Jesusa Urubú. Un estruendoso zurriburri llenó el socavón. Joana echó a correr, trompicando a cada paso con las piedras que hallaba en el suelo, mientras un amenazante murmullo de escamas susurrantes que iba creciendo a su espalda la alcanzaba y envolvía, cual la avenida impetuosa de un río salido de madre. El último tramo lo hizo navegando en alas de aquella espesa corriente volad.ora, sintiendo que las extremidades aserradas y los cuerpos pegajosos de trillones de animales aéreos la golpeaban y herían. Un momento antes de perder el sentido alcanzó a distinguir la entrada del socavón, por donde ya escapaba el cisco agitado de aquel remolino infernal, tromba viva y voraz, capaz de engullir hasta el cielo.

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A esa misma hora, Telmo Brilhante almorzaba.
Había ordenado frituras de cerdo, ensalada de cilantro, banano en rodajas, dulce de coco, música y vino de Madera. Desde cuando su bolsa abultaba, y había comenzado a abultar desde que comenzó a jugar con los contos robados al minero, porque la suerte no puede enfrentarse al dinero robado, comía bien y se rodeaba de amigos que no eran otra cosa que aduladores y mozas de ocasión. Estaba feliz, la mesa corría de su cuenta, se agachó sobre el primer plato: un insecto tornasolado aterrizó en la ensalada. El mesero, tan sólo de verlo, quedó boquiabierto.
Telmo se limitó a apartar con repugnancia la fuente, igual a como lo hacía cuando se trataba de una mala carta, y se llevó a los labios el jarro de vino, buscando lavar el mal sabor que había apuntado en su boca. Otro insecto, borracho y ahogado, flotante en el líquido, le rozó los bigotes. Impetuosamente, se levantó de la mesa, lanzó la servilleta a la cara del mesero y le dio un empujón. Después salió metiendo un portazo, sin percatar que otra langosta devoraba la pluma del sombrero que retiró de la percha y se colocó encima.
                                                                                                                                                                                 
Afuera media docena de nuevos insectos se estrellaron contra él, aferrándose a las hombreras y a las solapas de su traje. Se los arrancó ya un poco poseído del pánico, confirmando que a medida que caminaba una extraña lluvia golpeaba en torno suyo. ¡Una lluvia de langostas! Llovían a su paso y sobre él, pero no en ninguna otra parte. Bastaba que se detuviera un instante para que lo cubrieran de la cabeza a los pies y comenzaran a mordisquearlo frenéticamente. Le devoraban el vestido, los cabellos, las cejas. Los transeúntes desprevenidos, la romería de la plaza, los ociosos del atrio, los mendigos, las mulas y los perros se detenían admirados a contemplar el fenómeno. Telmo pidió ayuda, pero nadie acudió. Entonces descubrió que si se sacudía con violencia y largaba a correr las dejaba atrás, y corrió sin parar hasta la cuadra donde cuidaban su caballo. Mientras ensillaba, volvieron a cubrirlo. Al galope cruzó la cortina del inmundo chubasco, y a carrera tendida abandonó las calles de la ciudadela, pero una legua abajo de Ouro Preto se detuvo, pensando en sus contos de reis. Los guardaba en su cuarto, no podía dejarlos, al precio que fuera necesitaba volver. En ese momento otro bicho aterrizó en los belfos de su caballo y lo arañó con las patas. El bruto no esperó a que Telmo Brilhante acabara de pensar.
Todas las devastadoras apariciones de la langosta en América, que a su paso dejaron ruina y desolación, estuvieron precedidas por la presencia de un jinete desmirriado y famélico con cara de apuro, montado en un rocín tan estrafalario como él. Asomaba unas horas antes, imploraba algún alimento y se concedía un pequeño descanso, para seguir luego a todo galope. Tras su partida comenzaba a caer el chubasco. Eran las primeras langostas o guías que de una sola sentada devoraban una hoja de tabaco o engullían. una mazorca. Después venía el grueso, la nube impenetrable y oscura que cubría el cielo la devoradora del mundo. Hace mucho tiempo no se sabe dónde puede hallarse este asombro revuelto pero la persecución del jinete continua.
                                                                                
                                                                                      Fantasma Fantasma Fantasma Fantasma

Un corte pasado de moda

Aquel domingo, pues, unos minutos después de; encender la bujía, y cuando la oscuridad exterior fue total, comenzó a penetrar por la pequeña ventana un escuadrón de voraces mosquitos, que iniciaron una alocada revista acrobática alrededor de la llama. Uno fue a posarse sobre la nuca adolorida de Ulogia, que lo aplastó de un palmetazo, exclamando:
¡Calma, doña Sixta, vieja repuerca! ;No apure demasiado!
La aludida era una de las matronas del pueblo, que acorde a la inveterada costumbre dejaba el encargo para el ultimo instante, y ya había incurrido en el descaro de enviar tres veces por él. Con sabia previsión, Ulogia le había recordado durante varios meses: "Doña Sixta, ordene su ropita con tiempo". Pero la vieja respondía siempre con desaliento, frunciendo los labios: "Este año nadie va a estrenar en casa". Todo para salirle en el último instante con un pedido aterrador: encajes, faldones, pañuelos, bordados, apliques, y no sólo para ella sinó también para sus hermanas y sobrinas. Un recado que Ulogia, fingiendo felicidad absoluta, aceptó mordiéndose Ia lengua, para no soltar una palabrota.
— ;Tranquilícese, No Ruperto, viejo puerco! chilló, mientras aplastaba entre sus palmas otro
zancudo, evocando a un cliente que,siempre discutía el precio a la hora de pagar.
— ! Aquí tiene lo suyo, Ña Rosita! — ladró luego, dándose un golpe en la frente, para abatir otro zancudo, :
Hasta que al fin, en medio del placer de despanzurrar mosquito tras mosquito, evocó a su marido, el hombre que la había ahí abandonado dejándole tres hijos a cuestas. Entonces sus reniegos se convirtieron en un grosero soliloquio:
                                                                                                                                                                                  
— ¡Crisóstomo! Viejito sinvergüenza, ¿usted por aquí? Disfrute esta sobadita de su mujercita, zopenco, tiñoso, cazurro, harapiento, miserable, inmundicia!
Y tras desmenuzar el diminuto cadáver, escupió sobre sus invisibles despojos.
Así, combinando las puntadas con los golpes y las maldiciones, metía espuelas a su rabia. Pero un rato después, a causa del acrecentado número de zancudos, le resultó imperioso cerrar la ventana. Los meses del calor estaban en todo su apogeo, en menos de una hora el pequeño rancho acabó convertido en un horno. No existía remedio al respecto, la humilde mujer prefirió el ahogo caluroso del encierro a la plaga voraz, así corriera el riesgo de quedarse dormida.

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Bien pronto le sobrevino el primer cabezazo. Se levantó, desperezó sus miembros, trató de despabilarse. Bajo ningún motivo podía dejar de trabajar, así las costuras hubieran empezado a quedarle torcidas. A la mañana siguiente habría una verdadera romería a la puerta de su rancho, y por experiencia sabía que la gente prefiere el cumplimiento a la perfección. Cliente chasqueado es cliente perdido, como quien dice: hambre y escasez para el futuro.
Se disponía a reanudar el trabajo cuando escuchó el extraño murmullo. Era un mascullar de voces apretadas que. venían del lado del río, hacia donde precisamente daba su ventana. Como impulsada por un resorte, se levantó del asiento y la abrió, dando paso a una vaharada de aire, a una nueva racha de mosquitos, y al abejorreo aquel. Parecía que por el lecho del río estuviera bajando una carretada de piedras. ¡Una creciente, Dios mío! ¿Pero una creciente en pleno verano? Ulogia no podía creerlo, unas horas antes el río bajaba casi seco. Era imperioso confirmarlo, abrió la puerta y salió, y desde unas cercanas matas de plátano atisbó con intensidad. Por suerte, una enorme luna llena esparcía un manto de plata en los alrededores. La angosta faja del arroyo era un pando y sereno canal azogado. El rumor no provenía de allí, eso era seguro.
                                                                                                                                                                                  
Una nueva congoja la asaltó al pensar en sus hijos. Aquel murmullo podía ser la refunfuñadura de un animal hambriento. Entró a la casa, tomó la vela de un manotón y cruzó el vano que la separaba del pequeño tabuco donde dormían los críos. Los contó, los revisó, los palpó. Estaban enteros y vivos, y dormían sin ningún sobresalto. A sus espaldas, el rumor aumentó. Ahora pudo distinguirlo con claridad y separarlo de la monserga confusa del agua. Era una procesión, una nutrida procesión rezando en forma apurada y devota. Pero aquello tenía aun menos explicación. ¿Una procesión por allí?. Sólo que el cura, en un arrebato de preocupación por el alma de la solitaria logia, hubiese traído sus beatas, para llevarle al rancho un remplazo de la misa de aquel domingo, a la que había fallado por culpa de su penoso trajín.
mirar nuevamente a través de la ventana, el viento apagó la vela en su mano., y el exterior adquirió una gran nitidez. Entonces pudo verlas. Cien, doscientas, trescientas almas en pena, envueltas en sus blancos sudarios, brotando de la negra espesura de una guadua frondosa y avanzando hacia ella. El cabo de vela apagada se le soltó de la mano y cayó al suelo. Pero detrás, si Ulogia abre la boca, hubiera caído su lengua, que se tornó tiesa, pastosa y más pesada que el plomo. La favoreció que no fue capaz de mover ni siquiera una pestaña. Simplemente se había petrificado escuchando batir el corazón en sus sienes.
                                                                                                                                                                               
Las preces, entonadas con fuerza, no concluían nunca en las bocas descarnadas de las espantosas visiones, sino que se enredaban en sordos sollozos, para recomenzar de nuevo con claridad y otra vez confundirse. Todas llevaban un cirio encendido entre sus manos huesudas; pero visto en detalle el tal cirio era una canilla. AI pasar frente a la ventana miraban con un insondable desconsuelo hacia adentro, y UIogia creía presentir en las cuencas vacías, escondidas bajo la mortaja entorchada, los ojos de alguien conocido que intentaba saludarla. Mas de media hora demoró esta procesión desfilando ante la paralizada modista, que tuvo tiempo de bañarse en sudor y tornarse aceitosa, aunque su cuerpo carecía de una gota de grasa.
Al volverse para mirar nuevamente a través de la ventana, el viento apagó la vela en su mano., y el exterior adquirió una gran nitidez. Entonces pudo verlas. Cien, doscientas, trescientas almas en pena, envueltas en sus blancos sudarios, brotando de la negra espesura de una guadua frondosa y avanzando hacia ella. El cabo de vela apagada se le soltó de la mano y cayó al suelo. Pero detrás, si Ulogia abre la boca, hubiera caído su lengua, que se tornó tiesa, pastosa y más pesada que el plomo. La favoreció que no fue capaz de mover ni siquiera una pestaña. Simplemente se había petrificado escuchando batir el corazón en sus sienes. 
Las preces, entonadas con fuerza, no concluían nunca en las bocas descarnadas de las espantosas visiones, sino que se enredaban en sordos sollozos, para recomenzar de nuevo con claridad y otra vez confundirse. Todas llevaban un cirio encendido entre sus manos huesudas; pero visto en detalle el tal cirio era una canilla. AI pasar frente a la ventana miraban con un insondable desconsuelo hacia adentro, y UIogia creía presentir en las cuencas vacías, escondidas bajo la mortaja entorchada, los ojos de alguien conocido que intentaba saludarla. Mas de media hora demoró esta procesión desfilando ante la paralizada modista, que tuvo tiempo de bañarse en sudor y tornarse aceitosa, aunque su cuerpo carecía de una gota de grasa.



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Al Fin acabó aquel desfile macabro. Ulogia, que se sentía, espesa y porosa, dio un paso adelante, con la indecisa resolución de cerrar la ventana,, aunque los rezos apenas comenzaban a desvanecerse Pero .antes de apoyar las manos en los batientes de madera, descubrió que desde Ia guadua avanzaba un ánima rezagada a quien lo largo de la mortaja se le enredaba en los pies y le dificultaba caminar. Verla y reconocerla fue una misma
cosa, pese a que se trataba de un mero esqueleto envuelto en lienzo blanco; ¡]ovita! exclamó, sin poder contenerse. No podía ser nadie más. Jovita había sido en vida la otra costurera del pueblo, su competidora.
El día que murió, ella misma ayudó a amortajarla, envolviéndola en una larga  sabana a la que le sobraban más de tres palmos largos, que por pura desidia dobló bajo los pies de la muerta, en lugar de tijeretearlos. Ahora se veían como un corte pasado de moda.Atraída por su exclamación, el anima rezagada se dirigió a la ventana se detuvo ante ella, mirando hacia adentro. El corazón de Ulogia se detuvo,Del pozo de sombra que envolvía la calavera de la muerta parecía ?uir un manantial de tristeza y dolor. El gar?o de una de sus falanges huesudas se engarzó del borde de la ventana. Finalmente, la mandíbula del cráneo emergió de la oscuridad, osciló a lado y lado e imploró con dificultad: ¡Ulogita! ¡Ulogita! ¡Tienes que cortarme la mortaja! Era un gemido insoportable, imposible de tolerar, era la voz de un ánima en pena. suplicando alivio. Ulogia creyó enloquecer.
                                                                                                                                                                                 
Pero por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir el brillo de sus tijeras resplandeciendo sobre la mesa, bajo la luz de la luna. Temblando de pavor y castañeteando los dientes, pero incapaz de soportar por un segundo más aquel ruego doloroso, las asió y se dirigió hacia la puerta, que entornó sin vacilación.
Afuera, la muerta la esperaba vuelta hacia ella, plateada por los resplandores lunares. Ulogia no se detuvo a contemplarla, sino que avanzó resueltamente a su encuentro, se agachó y buscó el ruedo de la mortaja, con la, expresa decisión de cortarlo de un tijeretazo, levantarse y correr a encerrarse. Pero al levantar el lienzo mugriento dejó al descubierto los pies de Jovita, y pudo constatar que sus huesos no tocaban el suelo. Ahora no le quedó duda alguna de que iba a volverse loca.
Un remolino de terror le daba vueltas en el cerebro cuando se puso a cortar. Era tanta su precipitud y sus nervios que los tijeretazos se le fueron muy altos. Las canillas de la muerta, polvorientas y lechosas, quedaron al aire, como las patas de una garza. Jovita se inclinó a contemplarlas y encaró energúmena a Ulogia, quien intentó retroceder espantada, al ver que las cuencas de sus ojos despedían un fulgor verdoso. El intento fue inútil. Estaba acuclillada, pegada del suelo, Jovita emergía sobre ella como el palo de una horca.
¡Miserable! exclamó la difunta : ¡Mira cómo me has dejado!
Era ciertamente una moda muy osada para la ocasión y la época. Faltaba siglo y medio para que la minifalda saliera a la calle, y si nadie entre los vivos toleraba todavía un corte tan revolucionario, mucho menos los muertos. Aun así, Ulogia levantó los ojos pidiendo perdón, en el mismo instante en que Jovita le descargó un canillazo terrible en la frente, gritándole: ¡Demonia! ¡Esto es para que aprendas a respetar los domingos y fiestas de guardar!
A la mañana siguiente, los pequeños hijos de Ulogia informaron en el pueblo que su madre había sufrido un accidente. Quienes tenían prendas pendientes vinieron a constatarlo, y hallaron a la costurera en la cama, con un gran chichón en la frente y muy amoratados los ojos. Mientras contemplaba aquellas caras odiosas, que con seguridad no le pagarían su trabajo, ella sólo anhelaba que lo ocurrido hubiera sido una pesadilla. Lo deseó tanto que se le tornó cierto, y hasta se le quitó el miedo.
Dos días después, cuando pudo levantarse, se acercó a la ventana moliendo atropelladamente el largo argumento de un credo. Le resultaba imperioso confirmar a través de cualquier seña que todo había sido un sueño. Era posible que al escuchar algo anormal en la brisa rumorosa hubiera salido que al salir tropezara, a que al tropezar hubiera caído y que al caer se hubiese abierto Ia frente. Pero un sucio trozo de lienzo, tremolando burlón en el esqueleto de un arbusto de arrayan fulminó su ilusión.



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Sed bienvenida princesa

El adusto dominico Carmelo de la Resurrección cabalgó durante semanas enteras por montañas y valles, en la solitaria compañía de un indio que llevaba de cabestro una llama cargada con sus pertenencias personales y los objetos del culto . Finalmente, cuando al atardecer de la última jornada de travesía se detuvo a la puerta de la estancia donde le esperaban, el conjunto de su atuendo y de su persona acusaba de manera notoria las contingencias del camino y lo prolongado del viaje: la barba, encanecida y pringosa, le había crecido desmesuradamente, al igual que los cabellos; la piel de la cara, castigada por el sol frío e implacable de la puna, había comenzado a ulcerarse, asumiendo un encendido tono cobrizo, donde resaltaban los pozos de unas ojeras profundas, en medio de las cuales flotaban sus ojos enfebrecidos. Estaba extremadamente flaco, al punto que los huesos de sus costillas abultaban bajo la sotana desvaída. igual que los de su desmedrado jamelgo. Los de la casa, viéndole en semejante grado de consunción. lo invitaron a pasar de inmediato a la mesa, pero el los detuvo rogando que sin perder un instante lo llevaran al lugar donde estaban ocurriendo los hechos. pues no en vano lo único que le traía allí era el encargo de aquella misión.
                                                                                                                                                                                 
Corría el año de 1613 una fecha intrascendente en la disputa por las almas que se libraba desde hacía muchos años entre el clero y los ramar birri o brujos nativos. Pero a la arquidiócesis de Piura habían comenzado a llegar de nuevo alarmantes informes sobre idolatrías mantenidas v practicadas por los indios, en particular relacionadas con el delicado asunto de los muertos. Insistían los indios en no sepultar a sus difuntos en tierra consagrada. como se lo ordenaban los frailes y Io que disponía la ley. por considerar que bajo tierra soportarían inenarrables tormentos. y en razón de ello continuaban ocultando sus momias en lugares secretos donde pudieran alimentarlas y hablarles. Para fortuna del Diablo. el escaso numero de misioneros disponibles hacia imposible visitar de manera metódica los infinitos pueblos de indios y erradicar aquella creencia. Sin embargo. las noticias llegadas desde el lejano pueblo de Huacra indicaban que los indios yauyos. habían sobrepasado todos los límites, pues aparte de conservar las momias de sus muertos habían procedido a colocarlas en las propias iglesias doctrineras, cual si se tratase de santos cristianos. La comunidad dominica, a quien correspondía aquella parcialidad, estalló en ira. El padre Carmelo de la Resurrección fue a postrarse de rodillas ante su arzobispo para rogarle que le permitiera castigar por su mano el atroz sacrilegio. El privilegio le fue concedido, pero llovía demasiado, y el invierno nunca fue buena época para adentrarse en las serranías del viejo Perú, cuando ya los caminos del Inca se habían desmejorado por completo. Le fue imprescindible aguardar el verano. En la espera, se consumió de ansiedad, adelgazó, se hizo viejo; el invierno resultó eterno. Pero una vez amainaron las lluvias, se puso en camino.

                                                                                                                                                                                 
El propio cabeza de familia de la estancia española, adonde aquel atardecer arribó, lo condujo en persona hasta el pueblo de Huacra, cuyas calles desiertas pisaron ya bien entrada la noche. Se trataba de una ranchería achaparrada e informe, a todas luces paupérrima, donde para librarse de los vientos helados de la sierra los indios se recogían muy temprano. No había una sola casa iluminada. Mas, en contraste con ello, la iglesita del lugar descollaba como un faro luminoso, de las tantas luces que ostentaba. Cosa poco frecuente en los pueblos de indios, por lo común descuidados en materia del culto venido de España. El dominico apretó el crucifijo de plata que llevaba colgado del pecho hasta herirse los dedos. Estaba casi seguro de saber lo que hallaría adentro. Y en efecto, bastó que él y su acompañante traspusieran el umbral de la pequeña capilla, para confirmar que el informe acerca de las idolatrías de los autos era dolorosamente cierto y sobrepasaba toda conjetura. En la columna que sostenía la pila bautismal, junto a la imagen de un Juan Bautista arrinconado, la calavera de una huaca envuelta en fibras vegetales los saludó con su sonrisa siniestra. Unos pasos al fondo, la estatua de madera de una virgen había sido retirada de su pedestal, para que las veladoras alumbraran otra momia india, acompañada de frutas frescas y tinajas de chicha. Había otras huacas a lado y lado de los pilares que sostenían el techo. El dominico comenzó a voltearlas y a dispersar a patadas sus huesos. Pero lo peor estaba al pie del altar mayor, donde los sorprendidos visitantes hallaron a una mujercita que cubría con su propio cuerpo el saco de una momia. Cabe suponer que habiendo observado la destrucción a que eran sometidas las demás, tratara de protegerla, Fray Carmelo la engarzó con violencia, la alzó, separándola del objeto.que pretendía resguardar, y se enfrentó a ella. Pero al hacerlo descubrió que se trataba de una india joven. Sus rostros quedaron a un centímetro el uno del otro. Era una india indefensa, bellísima, cuyo terror se traducía en una imploración amorosa y sensual. Fray Carmelo nunca había tocado a una mujer. Se dejó embriagar por la cercanía de su piel y su aroma, experimentando sin saber por qué un repentino impulso de protegerla y besarla, pero un instante después, sacudido por las descargas de su severidad interior, la arrojó lejos de sí, cual si se tratara de una peste contagiosa.
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Mientras la india se escurría entre los ángulos oscuros de la iglesita de Huacra, el dominico y su acompañante retrocedieron, llevando la momia que le habían arrancado. Al salir chocaron con la concurrencia de los indios yauyos, quienes acudían presurosos ante el escándalo suscitado en el templo. Alzando contra ellos el crucifijo de plata, fray Carmelo de la Resurrección los condenó y los maldijo en su lengua, antes de exigir que el cacique y todos los alguaciles indios se presentaran de inmediato en la estancia del español que le acompañaba, para rendir cuentas de su sacrilegio.
Entretanto, la gente de la estancia había preparado un suculento banquete para el dominico, pero el fraile. retornó enardecido con el saco de la momia a cuestas, y se negó a recibir bocado alguno. Tan sólo ordenó que se le preparase de inmediato una de las habitaciones de la casa, pues se proponía realizar una sesión del Santo Oficio. Y mientras se ocupaban de ello, envió al indio acompañante por una cruz verde y un par de candelabros que portaba en su equipaje. Con estos objetos dio un ornamento siniestro a la alcoba que le franquearon, en cuyo centro, bajo el escarnio del crucifijo, colocó la huaca.
En el transcurso de la noche, y a medida que fueron presentándose los mandones indios, tuvo lugar en aquel escenario uno de esos tenebrosos capítulos que hicieron célebre a Torquemada. Tras sermonearlos en quechua, lengua que conocía a la perfección, y ayudado por la gente de la estancia, procedió a sujetarlos y a apalearlos, en castigo por haber permitido la idolatría y el sacrilegio en la iglesita de Huacra. Ellos eran la autoridad india del lugar, ellos respondían. Los golpes de palo fueron repartidos a porrillo, en medio de improperios y patadas, hasta que las blancas tapias de la habitación quedaron salpicadas de sangre. La única manera de poner fin al suplicio era que cada indio reconociera su culpa ante el dominico, y antes de retirarse escupiera la momia. Este último requisito prolongó inútilmente el castigo, aunque al final todos lo cumplieron. Por la fuerza, que no por la razón, la fe triunfaba de nuevo.

                                                                                                                                                                                 
Pero el dominico no estaba en paz, no había podido disfrutar del rigor purificador de la audiencia brutal, no se hallaba, pues en ningún momento había logrado dejar de pensar en la india. Su belleza elemental se le enroscaba en la imaginación como la serpiente del Paraíso, pese a llevar apretado hasta el último ojal el cilicio de púas que le ceñía el talle por debajo de la sotana, con el objeto de refrenar las tentaciones de la carne. Vana ilusión: la imagen de la india no le permitió escuchar en estado de gracia las confesiones de los acusados, ni absolverlos en nombre de Cristo.
Finalmente, cuando las luminarias de los candelabros morían y la sesión había terminado, ya casi al filo de la madrugada, tras muchas horas de vigilia y tensión, se dejó poseer por un arrebato de soberbia y lujuria. Sudoroso y taquicárdico, ordenó que le trajeran la india, y mientras la aguardaba desató enfebrecido el cilicio y lo anudó a una de sus manos. Las normas monásticas le vedaban estrictamente el acceso carnal, de pensamiento o de obra, pero se le había vuelto obsesivo el contemplarla desnuda. Le urgía desatarle el chumbre, arrancarle a manotazos el uncu de lana de alpaca, soltarle la trenza en que llevaba cogido el cabello, desnudarla, avergonzarla, asustarla, para contemplar otra vez sus labios implorantes y curvados en una súplica de piedad. Entonces podría flagelarla, cubrir de sangre su piel lujuriosa, afear y hacer repulsivo el objeto de su turbación, maldecirla, escupirla. Dios lo perdonaría por ello.
                                                                                                                                                                                  
 
Un rayo de sol asomó con fuerza aquella mañana de verano, al mismo tiempo que la india, custodiada por quienes habían ido a buscarla, se presentó a la puerta de la alcoba. Al recortarse sus rasgos en la iridiscencia rojiza de la aurora el fraile se estremeció. Era mucho más bella de lo que había presentido durante el breve contacto, cara a cara, en la iglesia de Huacra. Era una princesa inca, una mujer esplendorosa y sensual, más excitante en razón del tierno e indefenso azoramiento que le imprimía su temor. El monje quiso llorar.
La puerta, empujada por uno de los guardianes, dio paso a otro rayo de sol que entró en la habitación y cayó con exactitud sobre el bulto de la momia. La calavera, haciendo crujir las vértebras del cuello, inició un lento giro hacia la india. Su envoltura textil desprendió un polvo dorado. El dominico captó aquel movimiento por el rabillo del ojo, sin dejar de contemplar el objeto de su desesperación. Pero un momento después la puerta se entornó por completo y el sol cayó de lleno encima de la huaca, que lanzó un destello de luz. La tabla de la frente, los pómulos, los dientes macabros, la telilla apergaminada que cubría la cuenca de los ojos vacíos, todo pareció convertirse en oro fundido. Fray Carmelo no pudo evitar volverse plenamente hacia ella. Entonces pudo ver que la momia abría trabajosamente la boca y batía con esfuerzo y dificultad la mandíbula, para articular en clarísimo quechua una frase dirigida a la india: — Hamuy samác ñusta. No necesitó traducirlo, se desplomó sin sentido. La calavera acababa de decir:
— Sed bienvenida, princesa.
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Un rato después, estremecido por el humo penetrante de las plumas quemadas que le dieron a oler, volvió en sí. La india seguía a su lado, y al verlo despertar, a título de explicación, y sin malicia ninguna, le dijo: — Son nuestros dioses, padrecito. Fray Carmelo de la Resurrección se levantó de un salto y abandonó a grandes zancadas la habitación, corriendo como esos gatos que resbalan en los pisos pulidos, y. a través de los corredores,y las
alcobas que se le interponían cual interminable. y macabro laberinto, ganó a la carrera el establo donde guardaban su caballo. Sin.ensillarlo, se.le echó de bruces encima, le abrazó el, cuello y le escarbó los ijares con los talones de la sandalia, gritándole que lo sacara de allí a como diera lugar. El indio acompañante vino con la silla de montar, pero no alcanzó ni siguiera a acercarse, pues lo apartó de una patada. Fue una involuntaria agresión defensiva. Como en un penoso delirium, estaba recordando la profecía del famoso Taqui Ongoy, que vaticinaba la resurrección de las huacas aborígenes. Todo lo que fuera indio se le antojaba una momia de Huaca pronta a devorarlo.
Su carrera demencial lo condujo a las cimas brumosas de la sierra, donde las herraduras del proceloso caballo arrancaban chispas en el borde del camino, cortado en la pared rocosa de desfiladeros siniestros. Cabalgaba a pelo, desencajado el rostro y desorbitados los ojos, y al doblar un recodo patinó en el lomo espumoso y la crin resbaladiza se le escapó de las manos. Trompicando en los saledizos cortantes descendió a las honduras insondables, donde todavía hoy los viajeros que transitan apartan la vista, contagiados de vértigo.
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El pozo y el péndulo

E.A.Poe


Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui,non satiata, aluit, sospite nunc patria,fracto nunc funeris antro,
mors ubi dira fuit vita salusque patent.

              (Cuarteto compuesto para las puertas
              de un mercado que debió erigirse
      en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)





                                                                                         AutorEdgar Allan Poe




Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la cual trazo estas líneas, y delgados hasta lo grotesco — delgados con la intensidad de su expresión de firmeza, de decisión inconmovible, de decidido desprecio del sufrimiento humano. Vi que los decretos iban signando mi destino, a medida que salían de aquellos labios; los vi retorcerse en su mortal locución; los vi formar las sílabas de mi nombre y me estremecí, pues ningún sonido los seguía. Vi también, por unos instantes de delirante horror, el suave y casi imperceptible vaivén del cortinaje color sable que envolvía la habitación. Y entonces mi vista se posó en siete altas velas que había sobre la mesa. Al principio lucían el aspecto de la misericordia, y parecían esbeltos ángeles que habrían de salvarme; mas luego, de un momento a otro, cayó sobre mi espíritu la más mortal de las náuseas y sentí que cada fibra de mi cuerpo se estremecía de espanto, al tiempo que las formas angélicas convertíanse en espectros con cabezas de llama que nada significaban; supe que de allí no vendría ayuda alguna.
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Y entró entonces a mi imaginación, de modo subrepticio, cual poderosa nota musical, la idea del dulce descanso que hallaría en la tumba. El pensamiento llegó suave y furtivo, y pareció que había transcurrido un largo tiempo antes de llegar yo a una plena conciencia de él; mas tan pronto como mi espíritu pudo por fin sentirlo a plenitud y acariciarlo, las figuras de los jueces desaparecieron de mi presencia como por encanto; las altas velas se hundieron en la nada y sus llamas se apagaron del todo; la negrura de las tinieblas sobrevino; las sensaciones parecieron ser devoradas en un desenfrenado y rápido descenso, como el del alma que va al Hades. Entonces, todo fue silencio, y quietud, y noche.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera.
Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño…, ¡no! En medio del delirio…, ¡no! En medio del desvanecimiento…, ¡no! En medio de la muerte…, ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.
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Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
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También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.
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De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde. Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.
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A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente muerto.
A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.
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Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían reservado no era el más espantoso de todos.
Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que me preocupaba y me aturdía.
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Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo. Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato. Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella posición.
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Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo. Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared, y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había duda alguna de que aquello era una cueva.
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No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura, era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando cruzarlo en línea recta.
De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome caer de bruces violentamente.
En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después, hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí, descubriendo que había caído al borde mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal, logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo. Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en seguida.
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Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada. Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase de tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio infernal de quien los había concebido
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Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo. Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed abrasadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al de la muerte. No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.
Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las paredes no podían tener más de veinticinco yardas de circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como un relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela. Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha.También me había equivocado por lo que respecta a la forma del recinto.
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Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales. La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.
La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.
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Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi atención una figura de las más singulares. Era una representación pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detención.
Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás objetos de la celda.
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Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas imperfectamente podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido. El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor. Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto observé entonces que su extremo inferior estaba formado por media luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba moviéndose en el espacio.
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Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo, cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión como la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente, efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando.
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Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso.
Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su capricho podían detener la vibración.
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Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo.

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La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies, más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los dientes me rechinaron.
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Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea.
Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar detener una avalancha.
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Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisición.
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Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.
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Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.
Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia . Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin respirar.
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Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más que un instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios
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Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba constantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.
No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. La estameña de mi traje había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.
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¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.
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Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban, completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda había sufrido.
Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente, quería considerar completamente imaginario.
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¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los hombres.
Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.
El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror! ¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos, temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma. Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos. Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el terrible contraste.
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En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?
Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto. Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible.
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Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos…
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.
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